Maurice Blanchot: sobre lo fragmentario (I)





“Escribir de acuerdo con lo fragmentario destruye de forma invisible la superficie y la profundidad, lo real y lo posible, el arriba y el abajo, lo manifiesto y lo oculto. No hay, entonces, un discurso oculto que un discurso evidente preservaría, ni siquiera una pluralidad abierta de significaciones a la espera de la lectura interpretativa. Escribir al nivel del susurro incesante es exponerse a la decisión de una carencia que no se marca más que con un exceso sin lugar que resulta imposible situar, imposible distribuir en el espacio de los pensamientos, de los discursos y de los libros. Responder a dicha exigencia de escritura no es sólo oponer una carencia a una carencia o jugar con el vacío a fin de lograr algún efecto privativo, tampoco es sólo mantener o indicar un espacio en blanco entre dos o más afirmaciones-enunciaciones, ¿pero, entonces? quizás es, ante todo, conducir un espacio de lenguaje al límite a partir del cual retorna la irregularidad de otro espacio hablante, no hablante, que lo borra o lo interrumpe y al que sólo nos podemos aproximar gracias a su alteridad marcada con el efecto de borrarse”.

(Marice Blanchot, El paso (no) más allá)

Octavio Paz: el ritmo



“El ritmo no es medida: es visión del mundo. Calendarios, moral, política, técnica, artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos cultura hunde sus raíces en el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras creaciones. Ritmos binarios o terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las instituciones, las creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es ritmo. Y cada civilización puede reducirse al desarrollo de un ritmo primordial. Los antiguos chinos veían (acaso sea más exacto decir: oían) al universo como la cíclica combinación de dos ritmos: «Una vez Yin — otra vez Yang: eso es el Tao». Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental de la palabra, según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son emblemas, imágenes que contienen una representación concreta del universo. Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y alternándose engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni abstraído; cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades. Yin es el invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Su símbolo es la puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la luz, los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libré, el tiempo de los hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad; «tiempo de plenitud y tiempo de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y un aspecto serpiente—, tal es la vida». El universo es un sistema bipartido de ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige el crecimiento de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las instituciones. Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes altera el orden cósmico”.

(Octavio Paz, El arco y la lira)

Pilipovsky de Levy: fragmentarismo posmoderno



“¿Cual es el viraje, el excedente entonces, que realiza la estética pos-moderna? Se trata de textos contemporáneos que se construyen como una estructura fragmentaria, que trazan una dispersión en sus tramas, cuando las hay, que producen un efecto de discontinuidad en sus significados y una representación de la realidad que se enuncia o se escenifica como evanescente. La escritura de estos textos se organiza en una proliferación de significantes que obstaculiza el acceso a los significados, provocando un efecto de inestabilidad o incertidumbre. El descentramiento de esta literatura plantea la desnaturalización por un lado de lo que para el realismo era transparente, es decir el vínculo de la literatura con la realidad. Del mismo modo, esto constituye el gesto autorreferencial iniciado por el modernismo que problematiza la referencia”

(Clara Inés Pilipovsky de Levy, Poética y representación)

Poesía y fragmentación








“La poesía sólo puede proponerse como fragmento, como prisma de lenguaje”.

(Andrés Sánchez Robayna, La luz negra)


“El poema fragmentario moderno se nos da articulado, roto; el lector acepta la imposibilidad de recomponer otra forma de organización que no sea esa”. (Martínez Fernández, 1996: 85-86)


(J. E. Martínez Fernández, El fragmentarismo poético contemporáneo)




“El lenguaje poético tiene la propiedad paradojal de ser simultáneamente el derecho y el revés del lenguaje, de enunciar al mismo tiempo una afirmación y una negación, lo dicho y lo no dicho o que no puede ser dicho; de presentarse simultáneamente como escritura y como no escritura, como ciencia del lenguaje y como obra del lenguaje, como fragmento y como discurso: fragmento cargado con una posibilidad de sentido que lo continúa, discurso cargado con suspensiones de sentido que lo rompen” (Renard, 1982: 29)

(Jean Claude Renard, Lenguaje, poesía, realidad)




“cada poema no es sino el fragmento del poema global que se escribe en la Historia” (Renard, 1982: 62)

(Jean Claude Renard, Lenguaje, poesía, realidad)

Elías Canetti: el temor a lo desconocido





 “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que le agarra: le quiere reconocer o, al menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido”.

(Elías Canetti, Masa y poder)


Jean Baudrillard (I): miniaturización





Han llegado los tiempos de una miniaturiza­ción, de un telemando y de un microproceso del tiempo, de los cuerpos, de los placeres. Ya no existe un principio ideal de estas cosas a es­cala humana. Sólo persisten efectos miniatu­rizados, concentrados, inmediatamente dispo­nibles. Tal cambio de escala es visible en todas partes: este cuerpo, nuestro cuerpo, aparece como superfluo en su extensión, en la multipli­cidad y la complejidad de sus órganos, de sus tejidos, de sus funciones, ya que todo se con­centra hoy en el cerebro y en la fórmula gené­tica, que resumen por sí solos la definición operacional del ser. El campo, el inmenso cam­po geográfico, parece un cuerpo desértico cuya extensión resulta innecesaria (y que aburre atra­vesar, incluso al margen de las autopistas) a partir del momento en que todos los aconteci­mientos se resumen en las ciudades, a su vez en vías de reducirse a unas cuantas cumbres miniaturizadas. y el tiempo: ¿qué decir del inmenso tiempo libre que se nos deja, dema­siado tiempo que nos rodea como un solar sin edificar, una dimensión ahora inútil en su desarrollo, a partir del momento en que la ins­tantaneidad de la comunicación ha miniaturi­zado nuestros intercambios a una sucesión de instantes?”

(Jean Baudrillard, El otro por sí mismo)

Jean Baudrillard (II): los espacios públicos



El cuerpo como escena, el paisaje como es­cena, el tiempo como escena desaparecen progresiva- mente. Lo mismo ocurre con el espacio público: el teatro de lo social, el teatro de lo político se reducen cada vez más a un gran cuerpo blando ya unas cabezas múltiples. La publicidad, en su nueva versión, ya no es el escenario barroco, utópico y extático de los objetos y del consumo, si no el efecto de una visibilidad omnipresen- te de las empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes sociales de la comunicación. La publicidad lo invade todo a medida que desaparece el espacio público (la calle, el monumento, el merca­do, la escena, el lenguaje). Ordena la arquitec­tura y la realización de super-objetos como Beaubourg, les Halles o La Villette, que literal­mente son monumentos (o antimonumentos) publicitarios, no porque se centren en el con­sumo, sino porque, en principio, se ofrecen como demostración de la operación de la cul­tura, de la operación cultural de la mercancía  y la masa en movimiento. Esta es nuestra única arquitectura actual: grandes pantallas en donde se refractan los átomos, las partículas, las moléculas en movimiento. No una escena pública, un espacio público, sino gigantescos espacios de circulación, de ventilación, de conexión efímera”

(Jean Baudrillard, El otro por sí mismo)

Derrida: deconstrucción


Cuando elegí esta palabra, o cuando se me impuso -creo que fue en De la gramatología-, no pensaba yo que se le iba a reconocer un papel tan central en el discurso que por entonces me interesaba. Entre otras cosas, yo deseaba traducir y adaptar a mi propósito los términos heideggerianos de Destruktion y de Abbau. Ambos significaban, en ese contexto, una operación relativa a la estructura o arquitectura tradicional de los conceptos fundadores de la ontología o de la metafísica occidental. Pero, en francés, el término «destrucción» implicaba de forma demasiado visible un aniquilamiento, una reducción negativa más próxima de la «demolición» nietzscheana, quizá, que de la interpretación heideggeriana o del tipo de lectura que yo proponía. Por consiguiente, lo descarté. Recuerdo haber investigado si la palabra «desconstrucción» (que me vino de modo aparentemente muy espontáneo) era efectivamente una palabra francesa. La encontré en el Littré. Su alcance gramatical, lingüístico o retórico se hallaba aquí asociado a un alcance «maquínico». Esta asociación me pareció muy afortunada, muy adecuada a lo que yo quería, al menos, sugerir. Me






permito citar algunos artículos del Littré. «Desconstrucción / Acción de desconstruir. / Término gramatical. Desarreglo de la construcción de las palabras en una frase. “De la desconstrucción, vulgarmente llamada construcción”, Lemare, Del modo de aprender las lenguas, cap. 17, en Curso de lengua latina. Desconstruir / 1) Desensamblar las partes de un todo. Desconstruir una máquina para transportarla a otra parte. 2) Término de gramática [...] Desconstruir versos, hacerlos, suprimiendo la medida, semejantes a la prosa. / Absolutamente. “En el método de las frases prenocionales, se empieza asimismo por la traducción, y una de las ventajas consiste en no tener nunca necesidad de desconstruir”, Lemare, ibíd. 3) Desconstruirse [...] Perder su construcción. “La erudición moderna confirma que, en una región del inmóvil Oriente, una lengua llegada a su perfección se ha desconstruido y alterado por sí misma, por la sola ley del cambio, ley natural del espíritu humano”, Villemain, Prefacio del Diccionario de la Academia.»
 




(Jacques Derrida, Carta a un amigo japonés)

Todorov: sobre la interpretación




“La interpretación es la construcción de un simulacro (verbal) al que no se le exige que sea verdadero sino, ante todo, que sea legítimo, es decir, que no contradiga los hechos observables (…) y, además, que sea elocuente o revelador, profundo o fiel en relación con un acontecimiento, una sociedad, una vida, una obra. Pero al ser el simulacro una construcción no puede ser verdadero en la misma medida que no podría serlo un retrato; esta es la razón por la cual las interpretaciones de un mismo fenómeno no han sido con frecuencia divergentes y lo seguirán siendo, de acuerdo con variables individuales, históricas o ideológicas”

(Tzvetan Todorov, «Sobre el conocimiento semiótico»)

Maurice Blanchot: sobre lo fragmentario (II)




 “no se trata de sustituir la escritura por la lectura ni de privilegiar ésta en detrimento de aquélla, sino de reduplicarlas para que la ley de la una sea el entredicho de la otra. Por medio de lo fragmentario, escribir, leer, cambian de función. Mientras escribir sea escribir un libro, dicho libro está, o bien acabado o sostenido por la lectura, o bien amenazado por ella, que tiende a reducirlo o a alterarlo, aunque, siempre y también por esencia, se le supone indemne en esa totalidad irreal (la obra, la obra maestra) que, de una vez por todas, ha constituido. Pero si escribir es disponer unas marcas de singularidad (fragmentos), a partir de las cuales se pueden indicar unos recorridos que ni las reúnen ni se reúnen con ellas, sino que se indican como su grieta —grieta espacial de la que sólo conocemos el hiato: el hiato, sin saber de qué se aparta—, siempre existe el riesgo de que la lectura, en lugar de impulsar la multiplicidad de los recorridos transversales, reconstituya, a partir de los mismos, una nueva totalidad o, peor aún, que busque, en el mundo de la presencia y del sentido, a qué realidad o a qué cosa que queda por completar corresponden los vacíos de ese espacio que se brinda como complementario, pero complementario de nada”.

(Maurice Blanchot, El paso (no) más allá)


Chantall Maillard: el lenguaje de la poesía





“La diferencia que pueda haber entre el lenguaje común o el lenguaje científico y el lenguaje artístico no consiste en que los primeros sean o pretendan ser verdaderos con respecto a los hechos y el segundo pueda o quiera ser falso con respecto a los mismos, sino en la creencia que el científico y el individuo en su vida ordinaria tienen de la veracidad, es decir, de la exactitud o adecuación de sus proposiciones con respecto a la «realidad» que pretenda traducir, frente a la conciencia que el artista tiene de la ineficacia del dualismo que la noción de traducción o interpretación entraña”




“La palabra poética es la palabra verdadera cuando la poesía se entiende como aquella actitud interior que lleva al sujeto, mediante una intensa comunión con el objeto al que contempla, a captar el cuerpo eterno de ese objeto”



“La palabra poética ha de poder expresar el pájaro, el viento, el agua, la piel, no en su concepto sino en la inmediatez inconmensurable del acto, cuando el pájaro penetra en la niebla, cuando una gota de agua brilla en el hocico de un perro, cuando la sombra de una rama roza veloz el bloque de granito. Debe expresar el cuando que siempre es nexo, síntesis que anula la distancia entre dos o más modos de ser

(Chantall Maillard, La razón estética)

Dadá (I)





 “La pregunta «¿Qué es dadá?» es antidadaísta y escolar en el mismo sentido que lo sería esa misma pregunta ante una obra de arte o un fenómeno de la vida. Dadá no se puede comprender, dadá hay que vivirlo. Dadá es directo y natural. Se es dadaísta cuando se vive. Dadá es el punto de indiferencia entre contenido y forma, mujer y hombre, materia y espíritu, es el vértice del triangulo mágico que se alza sobre la polaridad lineal de las cosas y los conceptos humanos. Dadá es el lado americano del budismo, grita porque puede callar, actúa porque está en calma. Por eso Dadá no es política ni estilo artístico, no vota por la caridad ni por la barbarie – «mantiene la guerra y la paz en su toga, pero opta por el cherry brandy Flip»-. Y, sin embargo, Dadá tiene un carácter empírico porque es un fenómeno entre fenómenos. Como es la expresión más directa y viva de su tiempo, se dirige contra todo lo que le parece obsoleto, momificado, estancado. Persigue una radicalidad, aporrea, se lamenta, ridiculiza y flagela, se cristaliza en un punto y se extiende sobre la superficie sin fin, es efímero y, sin embargo, tiene hermanos entre los colosos eternos del valle del Nilo. El que viva para ese día, vivirá para siempre. Eso significa: quien haya vivido lo mejor de su tiempo, habrá vivido para siempre. Toma y entrégate. Vive y muere”
 

(Richard Huelsenbeck, Almanaque dadaísta)






Dadá (II)

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Heidegger: arte y verdad






“El arte es poner en la obra la verdad. En esta proposición se oculta una ambigüedad esencial, con arreglo a la cual la verdad es el sujeto o el objeto de poner. Pero, aquí, sujeto y objeto son nombres inadecuados. Impiden precisamente pensar esta esencia ambigua, una tarea que ya no pertenece a esta consideración. El arte es histórico y como tal es la contemplación creadora de la verdad en la obra. El arte acontece como poesía. Esta es instauración en el triple sentido de ofrenda, fundación y comienzo. El arte como instauración es esencialmente histórico. Esto no sólo significa que el arte tiene una historia en sentido externo, que en el cambio de los tiempos se produce al lado de muchas otras cosas y se transforma y perece ofreciendo a la historia cambiantes aspectos, sino que el arte es historia en el sentido esencial de que la funda en la significación señalada…”

(Heidegger: Arte y poesía)

Foucault: el lenguaje al infinito




Escribir para no morir, como decía Blanchot, o incluso quizás, hablar para no morir es una tarea sin dudas tan vieja como la palabra. Las más mortales decisiones, inevitablemente, permanecen suspendidas mientras dura un relato. Como se sabe, el discurso tiene el poder de retener la flecha, ya lanzada, en un retroceso del tiempo que es su propio espacio. Es posible que, como lo dice Homero, los dioses hayan enviado las desgracias a los mortales para que éstos pudieran con­tarlas, y que en esta posibilidad la palabra encuentre su infinito recurso; es posible que la cercanía de la muerte, su gesto soberano, su relieve en la memoria de los hom­bres excaven en el ser y el presente el vacío a partir del cual y hacia el cual se habla. Pero la Odisea, que afirma ese regalo del lenguaje en la muerte, cuenta a la inversa cómo Ulises ha regresado a su casa: repitiendo, exactamente, cada vez que la muerte lo amenazaba, y para conjurarla, cómo -mediante que ardides y aventuras- había logrado sostener esta inminencia que, otra vez, en el momento en que él acaba de tomar la palabra, vuelve en la amenaza de un gesto o en un peligro nuevo... Y cuando, extranjero entre los Feacios, escucha de la boca de otro la voz, milenaria ya, de su propia historia, es como si escuchara a su propia muerte: se cubre el rostro y llora, con ese gesto que es el de las mujeres cuando les traen después de la batalla el cuerpo del héroe muerto; contra esta palabra que le anuncia su muerte y que se escucha en el fondo de la nueva Odisea como una palabra de otro tiempo, Ulises debe cantar el canto de su identidad, contar sus desdichas para apartar el destino transportado por un lenguaje anterior al lenguaje. Y él prosigue esta palabra ficticia, confirmándola y conjurándola a la vez, en ese espacio vecino de la muerte, aunque erigido contra ella, donde el relato encuentra su lugar natural. Los dioses envían las desgracias a los mortales para que éstos las cuenten; pero los mortales las cuentan para que esas desgracias jamás terminen, y para que su cumplimiento sea sustraído en la lejanía de las palabras, allí donde éstas, que no quieren callarse, al fin cesarán.





Tengo la impresión de que, a fines del siglo XVIII, se ha producido un cambio en esa relación del lenguaje con su repetición indefinida -más o menos coincidente con el momento en el que la obra de lenguaje ha deve-nido lo que ella es ahora para nosotros, es decir, literatura. Es el momento (o poco falta) en el que Hölderlin percibió hasta la ceguera que sólo podía hablar en el espacio marcado por el alejamiento de los dioses y que el lenguaje no debía más que a su propio poder el tener alejada a la muerte. Entonces se ha dibujado, bajo el cielo, esta abertura hacia la cual nuestra palabra no ha cesado de avanzar.
Por mucho tiempo -desde la aparición de los dioses homéricos hasta el alejamiento de lo divino en el fragmento de Empédocles-hablar para no morir ha tenido un sentido que hoy nos es extraño. Hablar del héroe o como héroe, querer hacer algo como una obra, hablar para que los otros hablen al infinito, hablar para la "gloria", era avanzar hacia y contra esa muerte que sostiene el lenguaje; hablar como los oradores sagrados para anunciar la muerte, para amenazar a los hombres con este fin que marchita toda gloria, era todavía conjurarla y prometerle una inmortalidad. 0 sea que, para decirlo de otro modo, toda obra estaba hecha para acabarse, para callarse en un silencio donde la Palabra infinita iría a recobrar su soberanía. En la obra, el lenguaje se protegió de la muerte por esta palabra infinita, esta palabra de antes y después de todos los tiempos, de la que ella se hacía solamente el reflejo rápidamente cerrado sobre sí mismo. El espejo al infinito que todo lenguaje hace nacer desde que se yergue verticalmente contra la muerte, la obra no lo manifestaba sin esquivarlo: ella colocaba al infinito fuera de sí misma - infinito majestuoso y real del que se hacía el espejo virtual, circular, terminado en una bella forma cerrada.








Quizá lo que es necesario llamar con rigor "literatura" tenga su umbral de existencia precisamente allí, en este fin del siglo XVIII, cuando aparece un lenguaje que retoma y consume como un rayo todo otro lenguaje, haciendo nacer una figura oscura pero dominadora donde juegan la muerte, el espejo y el doble, el cabrilleo al infinito de las palabras.
En la Biblioteca de Babel todo lo que puede ser dicho ya ha sido dicho: se pueden encontrar en ella todos los lenguajes concebidos, imaginados, e incluso los lenguajes concebibles, imaginables; todo ha sido pronunciado, Incluso lo que no tiene sentido, al punto que el descubrimiento de la más exigua coherencia formal es un azar altamente improbable, cuyas numerosas existencias, sin embargo obstinadas, jamás han sido favorecidas. Y, no obstante, por encima de todas estas palabras, un lenguaje riguroso, soberano, las recubre, las cuenta y a decir verdad las hace nacer: lenguaje apoyado contra la muerte puesto que es en el momento de caer en los pozos del Hexágono infinito que el más lúcido (el último, en consecuencia) de los bibliotecarios revela que también el infinito del lenguaje se multiplica al infinito, repitiéndose sin término en las figuras desdobladas de lo Mismo.

Es una configuración exactamente inversa a la de la Retórica clásica. Esta no enunciaba las leyes o las formas de un lenguaje; ponía en relación dos palabras. La una, muda, indescifrable, enteramente presente a sí misma y absoluta; la otra, locuaz, no tenía para hablar más que esta primera palabra según las formas, juegos, intersec-ciones de los cuales el espacio medía el alejamiento del texto primero e inaudible; la Retórica repetía sin cesar, para criaturas finitas y hombres que iban a morir, la palabra de  lo infinito que no pasaría jamás. Toda figura de Retórica, en su espacio propio, traicionaba una distancia, pero haciendo señas a la Palabra primera prestaba a la segunda la densidad provisoria de la revelación: ella mostraba. Hoy el espacio del lenguaje no está definido por la Retórica sino por la Biblioteca: por el soporte al infinito de los lenguajes fragmentarios, sustituyendo la cadena doble de la Retórica por la línea simple, continua, monótona de un lenguaje librado a sí mismo, de un lenguaje que está consagrado a ser infinito porque no puede apoyarse más sobre la palabra del infinito. Pero él encuentra en sí la posibilidad de desdoblarse, de repetirse, de hacer nacer el sistema vertical de los espejos, de las imágenes de sí mismo, de las analogías. Un lenguaje que no repite ninguna palabra, ninguna Promesa, sino que rechaza indefinidamente la muerte abriendo sin cesar un espacio donde siempre es el analogon de sí mismo.

(Michel Foucault, «El lenguaje al infinito»)

Fragmentos de Octavio Paz: El arco y la lira



   “El poeta nombra a las palabras más que a los objetos que éstos designan”.


“¿No sería mejor transformar la vida en poesía que hacer la poesía como la vida?”.


“El poema es una careta que oculta el vacío”.


“El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre”.


“La poesía no es nada sino tiempo, ritmo perpetuamente creador”.


“La primera actitud del hombre ante el lenguaje fue la confianza: el signo y el objeto representado eran lo mismo. La escultura era un doble del modelo; la fórmula ritual una reproducción de la realidad, capaz de re-engendrarla. Hablar era re-crear el objeto aludido. La exacta pronunciación de las palabras mágicas era una de las primeras condiciones de su eficacia. La necesidad de preservar el lenguaje sagrado explica el nacimiento de la gramática en la India védica. Pero al cabo de los siglos los hombres advirtieron que entre las cosas y sus nombres se abría un abismo. Las ciencias del lenguaje conquistaron su autonomía apenas cesó la creencia en la identidad entre el objeto y su signo. La primera tarea del pensamiento consistió en fijar un significado preciso y único a los vocablos; y la gramática se convirtió en el primer peldaño de la lógica. Mas las palabras son rebeldes a la definición. Y todavía no cesa la batalla entre la ciencia y el lenguaje”.


“La belleza es inasible sin las palabras. Cosas y palabras se desangran por la misma herida”.


“Debemos someter a examen las pretensiones de la ciencia del lenguaje. Y en primer término su postulado principal: la noción del lenguaje como objeto”.


“Lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innominado”.


“Las redes de pescar palabras están hechas de palabras”.


“El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo”.


“La distancia entre la palabra y el objeto –que es la que obliga, precisamente, a cada palabra a convertirse en metáfora de aquello a lo que designa– es consecuencia de otra: apenas el hombre adquirió conciencia de sí, se separó del mundo natural y se hizo otro en el seno de sí mismo”.

“El goce poético no se da sin vencer ciertas dificultades, análogas a las de la creación”.


“Imposible herir un vocablo sin herir todo el poema”.


“Aquello que dicen las palabras del poeta ya está diciéndolo el ritmo en que se apoyan esas palabras. Y más: esas palabras surgen naturalmente del ritmo, como la flor del tallo”.


“El ritmo es inseparable de un contenido concreto”.


“No hay pueblos sin poesía; los hay sin prosa”.


“El poeta nombra las cosas: éstas son plumas, aquellas son piedras. Y de pronto afirma: Las Piedras son plumas, esto es aquello. Los elementos no pierden su carácter concreto y singular: las piedras siguen siendo piedras, ásperas, duras, impenetrables, amarillas de sol o verdes de musgo: piedras pesadas. Y las plumas, plumas: ligeras. La imagen resulta escandalosa porque desafía el principio de contradicción: lo pesado es lo ligero. Al enunciar la identidad de los contrarios, atenta contra los fundamentos de nuestro pensar. Por tanto, la realidad poética de la imagen no puede aspirar a la verdad. El poema no dice lo que es, sino lo que podría ser. Su reino no es el del ser, sino el del imposible verosímil de Aristóteles”.


“Pensar es respirar”.


“El poeta no quiere decir: dice”.


“El decir poético dice lo indecible”.


“El poema no explica ni representa: presenta”.


“El poeta crea al ser”.


“La poesía no es algo que pueda ingresar en el intercambio de bienes mercantiles, no es realmente un valor”.


“La técnica no es una imagen ni una visión del mundo: no es una imagen porque no tiene por objeto representar o reproducir a la realidad; no es una visión porque no concibe al mundo como figura sino como algo más o menos maleable para la voluntad humana. Para la técnica el mundo se presenta como resistencia, no como arquetipo: tiene realidad, no figura. Esa realidad no se puede reducir a ninguna imagen y es, al pie de la letra, inimaginable. El saber antiguo tenía por fin último la contemplación de la realidad, fuese presencia sensible o forma ideal; el saber de la técnica aspira a substituir la realidad real por un universo de mecanismos. Los artefactos y utensilios del pasado estaban en el espacio; los mecanismos modernos lo alteran radicalmente. El espacio no sólo se puebla de máquinas que tienden al automatismo o que son ya autómatas sino que es un campo de fuerzas, un nudo de energías y relaciones —algo muy distinto a esa extensión o superficie más o menos estable de las antiguas cosmologías y filosofías. El tiempo de la técnica es, por una parte, ruptura de los ritmos cósmicos de las viejas civilizaciones; por la otra, aceleración y, a la postre, cancelación del tiempo cronométrico moderno. De ambas maneras es un tiempo discontinuo y vertiginoso que elude, ya que no la medida, la representación. En suma, la técnica se funda en una negación del mundo como imagen. Y habría que agregar: gracias a esa negación hay técnica. No es la técnica la que niega a la imagen del mundo; es la desaparición de la imagen lo que hace posible la técnica”.


(Octavio Paz, El arco y la lira)

Foucault: ¿qué es la literatura?



“«¿Qué es la literatura?» no es en absoluto una pregunta de crítico, ni una pregunta de historiador o de sociólogo que se interrogan ante cierto hecho de lenguaje. Es en cierto modo un hueco que se abre en la literatura, hueco donde tendría que alojarse y que recoger probablemente todo su ser. Hay sin embargo una paradoja, en cualquier caso una dificultad. Acabo de decir que la literatura se aloja en la pregunta «¿Qué es la literatura?»”.


“No estoy seguro de que la propia literatura sea tan antigua como habitualmente se dice. Sin duda hace milenios que existe eso que retrospectivamente tenemos el hábito de llamar «literatura». Creo que es precisamente esto lo que habría que preguntar. No es tan seguro que Dante o Cervantes o Eurípides sean literatura”.


“Dicho de otro modo, si la relación de la obra de Eurípides con nuestro lenguaje es efectivamente literatura, la relación de esa misma obra con el lenguaje griego no era ciertamente literatura”.


“La primera constatación es que la literatura no es aquel hecho bruto de lenguaje que se deja poco a poco penetrar por la pregunta sutil y secundaria de su esencia y de su derecho a la existencia. La literatura, en sí misma, es una distancia socavada en el interior del lenguaje, una distancia recorrida sin cesar y nunca realmente franqueada; finalmente, la literatura es una especie de lenguaje que oscila sobre sí mismo, una especie de vibración sin moverse del sitio”.


“La paradoja de la obra es precisamente ésta: que sólo es literatura en el instante mismo de su comienzo, desde su primera frase, desde la página en blanco, y, a decir verdad, no es realmente literatura sino en la medida en que la página permanece en blanco, en tanto que sobre esta superficie no ha sido escrito nada aún”.


“De hecho, desde que una palabra está escrita en la página en blanco, página que debe ser de literatura, a partir de ese momento no es ya literatura; es decir, cada palabra real es en cierto modo una transgresión, que se efectúa en relación con la esencia pura, blanca, vacía, sagrada de la literatura, que en modo alguno hace de toda obra la realización plena de la literatura, sino su ruptura, su caída, su expoliación. Es una expoliación que toda palabra hace, incluso la que carece de estatuto y de prestigio literario; es una expoliación que toda palabra prosaica o cotidiana realiza, es más, es una expoliación efectuada asimismo por toda palabra desde que es escrita”.


“El lenguaje verdadero, cuando se introduce realmente en una obra literaria, está puesto ahí para horadar el espacio del lenguaje, para darle en cierto modo una dimensión sagital que, de hecho, no le pertenecería naturalmente. De tal modo que la obra finalmente no existe sino en la medida en que cada instante todas las palabras están giradas hacia la literatura, están alumbradas por la literatura, y al mismo tiempo la obra sólo existe porque la literatura es en ese momento conjurada y profanada, la literatura que, sin embargo, sostiene todas y cada una de sus palabras, y desde la primera”.


“La literatura es un lenguaje a la vez único y sometido a la ley del doble”.


“En la literatura, no hay nunca encuentro absoluto entre la obra real y la literatura de carne y hueso. La obra no encuentra nunca su doble por fin dado, y, en esta medida, la obra es aquella distancia, la distancia que hay entre el lenguaje y la literatura; es esta especie de espacio de desdoblamiento, el espacio de espejo, que se podría llamar el simulacro. Me parece que la literatura, el ser mismo de la literatura, si se la interroga sobre lo que es, sobre su ser mismo, sólo podría responder una cosa: no hay ser de la literatura, que hay sencillamente un simulacro, un simulacro que es todo el ser de la literatura”.


“La literatura es un lenguaje al infinito, que le permite hablar de sí misma hasta el infinito. ¿Qué es esa reduplicación perpetua de la literatura a través del lenguaje acerca de sí misma?, ¿qué es ese lenguaje que es la literatura, y que autoriza, hasta el infinito, las exégesis, los comentarios, los redoblamientos?”.


“Escribir, durante siglos, ha estado regido por el tiempo […]. Dirigiéndose o no al pasado, sometiéndose al orden de las cronologías o aplicándose a desanudarlas, la escritura estaba atrapada en una curva fundamental que era la del retorno homérico, pero también la del cumplimiento de las profecías judías. Alejandría, que es nuestro lugar de nacimiento, había prescrito este círculo a todo el lenguaje occidental: escribir era retornar, era regresar al origen, reiterarse desde el primer momento; era estar de nuevo por la mañana. De allí, la función mítica, hasta nosotros, de la literatura; de allí, su relación con lo antiguo; de allí, el privilegio que ha concedido a la analogía, a lo mismo, a todas las maravillas de la identidad. De allí, sobre todo, una estructura de repetición que designaba su ser”.

(Michel Foucault, De lenguaje y literatura)