“no se trata de sustituir la escritura por la lectura ni de privilegiar ésta en detrimento de aquélla, sino de reduplicarlas para que la ley de la una sea el entredicho de la otra. Por medio de lo fragmentario, escribir, leer, cambian de función. Mientras escribir sea escribir un libro, dicho libro está, o bien acabado o sostenido por la lectura, o bien amenazado por ella, que tiende a reducirlo o a alterarlo, aunque, siempre y también por esencia, se le supone indemne en esa totalidad irreal (la obra, la obra maestra) que, de una vez por todas, ha constituido. Pero si escribir es disponer unas marcas de singularidad (fragmentos), a partir de las cuales se pueden indicar unos recorridos que ni las reúnen ni se reúnen con ellas, sino que se indican como su grieta —grieta espacial de la que sólo conocemos el hiato: el hiato, sin saber de qué se aparta—, siempre existe el riesgo de que la lectura, en lugar de impulsar la multiplicidad de los recorridos transversales, reconstituya, a partir de los mismos, una nueva totalidad o, peor aún, que busque, en el mundo de la presencia y del sentido, a qué realidad o a qué cosa que queda por completar corresponden los vacíos de ese espacio que se brinda como complementario, pero complementario de nada”.
(Maurice Blanchot, El paso (no) más allá)