Escribir para no morir, como decía Blanchot, o incluso quizás, hablar para no morir es una tarea sin dudas tan vieja como la palabra. Las más mortales decisiones, inevitablemente, permanecen suspendidas mientras dura un relato. Como se sabe, el discurso tiene el poder de retener la flecha, ya lanzada, en un retroceso del tiempo que es su propio espacio. Es posible que, como lo dice Homero, los dioses hayan enviado las desgracias a los mortales para que éstos pudieran contarlas, y que en esta posibilidad la palabra encuentre su infinito recurso; es posible que la cercanía de la muerte, su gesto soberano, su relieve en la memoria de los hombres excaven en el ser y el presente el vacío a partir del cual y hacia el cual se habla. Pero la Odisea, que afirma ese regalo del lenguaje en la muerte, cuenta a la inversa cómo Ulises ha regresado a su casa: repitiendo, exactamente, cada vez que la muerte lo amenazaba, y para conjurarla, cómo -mediante que ardides y aventuras- había logrado sostener esta inminencia que, otra vez, en el momento en que él acaba de tomar la palabra, vuelve en la amenaza de un gesto o en un peligro nuevo... Y cuando, extranjero entre los Feacios, escucha de la boca de otro la voz, milenaria ya, de su propia historia, es como si escuchara a su propia muerte: se cubre el rostro y llora, con ese gesto que es el de las mujeres cuando les traen después de la batalla el cuerpo del héroe muerto; contra esta palabra que le anuncia su muerte y que se escucha en el fondo de la nueva Odisea como una palabra de otro tiempo, Ulises debe cantar el canto de su identidad, contar sus desdichas para apartar el destino transportado por un lenguaje anterior al lenguaje. Y él prosigue esta palabra ficticia, confirmándola y conjurándola a la vez, en ese espacio vecino de la muerte, aunque erigido contra ella, donde el relato encuentra su lugar natural. Los dioses envían las desgracias a los mortales para que éstos las cuenten; pero los mortales las cuentan para que esas desgracias jamás terminen, y para que su cumplimiento sea sustraído en la lejanía de las palabras, allí donde éstas, que no quieren callarse, al fin cesarán.
Tengo la impresión de que, a fines del siglo XVIII, se ha producido un cambio en esa relación del lenguaje con su repetición indefinida -más o menos coincidente con el momento en el que la obra de lenguaje ha deve-nido lo que ella es ahora para nosotros, es decir, literatura. Es el momento (o poco falta) en el que Hölderlin percibió hasta la ceguera que sólo podía hablar en el espacio marcado por el alejamiento de los dioses y que el lenguaje no debía más que a su propio poder el tener alejada a la muerte. Entonces se ha dibujado, bajo el cielo, esta abertura hacia la cual nuestra palabra no ha cesado de avanzar.
Por mucho tiempo -desde la aparición de los dioses homéricos hasta el alejamiento de lo divino en el fragmento de Empédocles-hablar para no morir ha tenido un sentido que hoy nos es extraño. Hablar del héroe o como héroe, querer hacer algo como una obra, hablar para que los otros hablen al infinito, hablar para la "gloria", era avanzar hacia y contra esa muerte que sostiene el lenguaje; hablar como los oradores sagrados para anunciar la muerte, para amenazar a los hombres con este fin que marchita toda gloria, era todavía conjurarla y prometerle una inmortalidad. 0 sea que, para decirlo de otro modo, toda obra estaba hecha para acabarse, para callarse en un silencio donde la Palabra infinita iría a recobrar su soberanía. En la obra, el lenguaje se protegió de la muerte por esta palabra infinita, esta palabra de antes y después de todos los tiempos, de la que ella se hacía solamente el reflejo rápidamente cerrado sobre sí mismo. El espejo al infinito que todo lenguaje hace nacer desde que se yergue verticalmente contra la muerte, la obra no lo manifestaba sin esquivarlo: ella colocaba al infinito fuera de sí misma - infinito majestuoso y real del que se hacía el espejo virtual, circular, terminado en una bella forma cerrada.
Quizá lo que es necesario llamar con rigor "literatura" tenga su umbral de existencia precisamente allí, en este fin del siglo XVIII, cuando aparece un lenguaje que retoma y consume como un rayo todo otro lenguaje, haciendo nacer una figura oscura pero dominadora donde juegan la muerte, el espejo y el doble, el cabrilleo al infinito de las palabras.
En la Biblioteca de Babel todo lo que puede ser dicho ya ha sido dicho: se pueden encontrar en ella todos los lenguajes concebidos, imaginados, e incluso los lenguajes concebibles, imaginables; todo ha sido pronunciado, Incluso lo que no tiene sentido, al punto que el descubrimiento de la más exigua coherencia formal es un azar altamente improbable, cuyas numerosas existencias, sin embargo obstinadas, jamás han sido favorecidas. Y, no obstante, por encima de todas estas palabras, un lenguaje riguroso, soberano, las recubre, las cuenta y a decir verdad las hace nacer: lenguaje apoyado contra la muerte puesto que es en el momento de caer en los pozos del Hexágono infinito que el más lúcido (el último, en consecuencia) de los bibliotecarios revela que también el infinito del lenguaje se multiplica al infinito, repitiéndose sin término en las figuras desdobladas de lo Mismo.
Es una configuración exactamente inversa a la de la Retórica clásica. Esta no enunciaba las leyes o las formas de un lenguaje; ponía en relación dos palabras. La una, muda, indescifrable, enteramente presente a sí misma y absoluta; la otra, locuaz, no tenía para hablar más que esta primera palabra según las formas, juegos, intersec-ciones de los cuales el espacio medía el alejamiento del texto primero e inaudible; la Retórica repetía sin cesar, para criaturas finitas y hombres que iban a morir, la palabra de lo infinito que no pasaría jamás. Toda figura de Retórica, en su espacio propio, traicionaba una distancia, pero haciendo señas a la Palabra primera prestaba a la segunda la densidad provisoria de la revelación: ella mostraba. Hoy el espacio del lenguaje no está definido por la Retórica sino por la Biblioteca: por el soporte al infinito de los lenguajes fragmentarios, sustituyendo la cadena doble de la Retórica por la línea simple, continua, monótona de un lenguaje librado a sí mismo, de un lenguaje que está consagrado a ser infinito porque no puede apoyarse más sobre la palabra del infinito. Pero él encuentra en sí la posibilidad de desdoblarse, de repetirse, de hacer nacer el sistema vertical de los espejos, de las imágenes de sí mismo, de las analogías. Un lenguaje que no repite ninguna palabra, ninguna Promesa, sino que rechaza indefinidamente la muerte abriendo sin cesar un espacio donde siempre es el analogon de sí mismo.
(Michel Foucault, «El lenguaje al infinito»)