“El lenguaje de Roussel se opone –por el sentido de sus flechas más que por la materia con la cual está hecho– a la palabra iniciática. Este lenguaje no está construido sobre la certeza de que existe un secreto, uno solo, y es sabiamente silencioso: este lenguaje brilla con la incertidumbre radiante, puramente de superficie, y que cubre una especie de vacío central: imposibilidad de decidir si hay un secreto, ninguno o varios, y cuáles son. Toda afirmación de que existe, toda definición de su naturaleza, reseca ya en su fuente la obra de Roussel, le impide vivir de ese vacío que moviliza, sin iluminar jamás, nuestra inquieta ignorancia. En su lectura no se nos promete nada. Tan sólo se prescribe interiormente la conciencia de que, al leer todas estas palabras, tersas y alineadas, nos exponemos al peligro fuera de clasificación de leer otras que son otras y las mismas”.

“Esta apertura por donde se desliza la repetición del lenguaje, está presente en el lenguaje mismo”.
“Ahora el lenguaje sólo experimenta la distancia de la repetición para implantar allí el aparato sordo de una ontología fantástica. La dispersión de las palabras permite una promiscuidad inverosímil de los seres. El no ser que circula en el interior del lenguaje está lleno de cosas extrañas: es la dinastía de lo improbable”.

“Es el espacio del lenguaje de Roussel, el vacío desde el cual habla, la ausencia por la cual la obra y la locura comunican y se excluyen. Y ese vacío no lo entiendo en absoluto como una metáfora: se trata de la deficiencia de las palabras, que son menos numerosas que las cosas que ellas designan, y que deben a esta economía el querer decir algo. Si el lenguaje fuera tan rico como el ser, no sería más que el doble inútil y mudo de las cosas: no existiría y, sin embargo, sin nombres para nombrarlas, las cosas quedarían en la noche. Esta laguna iluminadora del lenguaje fue experimentada por Roussel hasta la angustia, hasta la obsesión, si se quiere. En todo caso, hacían falta formas muy singulares de experiencias (muy “desviadas”, es decir desconcertantes) para iluminar ese hecho lingüístico desnudo: el lenguaje sólo habla a partir de una carencia que le es esencial. Y el “juego” —en los dos sentidos del término— de esta carencia, se lo siente en el hecho (límite y principio a la vez) de que la misma palabra puede decir dos cosas diferentes, y que la misma frase repetida puede tener otro sentido. De aquí deriva todo el vacío proliferante del lenguaje, su posibilidad de decir las cosas —todas las cosas—, de empujarlas a su ser luminoso, de producir bajo el sol su verdad muda, de “desenmascararlas”; pero de aquí se desprende también su poder de engendrar por la simple repetición de sí mismo, cosas nunca dichas, ni oídas, ni vistas. Miseria y fiesta de lo Significante, angustia ante el exceso y la carencia de signos. El sol de Roussel, que siempre está allí, y siempre está “en falta”, que amenaza con agotarse hacia afuera, pero que también brilla en el horizonte, es la carencia constitutiva del lenguaje, es la pobreza, la irreductible distancia de donde mana indefinidamente la luz; y por esto, en esta distancia esencial en que el lenguaje está llamado fatalmente a repetirse y las cosas a cruzarse absurdamente, la muerte hace escuchar la eterna promesa de que el lenguaje ya no se repetirá más, pero que podrá infinitamente repetir lo que ya no es”.
(Michel Foucault, Raymond Roussel)